¿Datos o información? Medir menos para medir mejor
En el ámbito de la evaluación, muchas personas se obsesionan con recoger datos. Entienden que cuantos más datos tengan sobre las personas, más base tendrán para sacar conclusiones. Por tanto, crean sistemas de evaluación en los que miden una cantidad exorbitada de competencias, amén de inteligencia y/o aptitudes en sus diferentes acepciones, actitudes, personalidad, valores, experiencia, logros académicos, huella digital, y así hasta el infinito.
Luego todo ello, convenientemente agitado, pasa por un “embudo”, o especie de algoritmo mágico, que traduce esos datos en un nuevo dato, el “número áureo”, que nos da la medida de esa persona.
Dejando aparte el hecho de que el pasar un montón de distintos alimentos por una batidora no tiene por qué dar como resultado algo comestible, es decir, aunque pueda resultar paradójico, mayor cantidad de datos no siempre es mejor.Demasiados datos hacen más difícil extraer sentido de los mismos. Los datos en sí carecen de sentido, porque describen parcialmente la realidad y no proporcionan juicio ni interpretación. Los datos en bruto no nos dicen qué hay que hacer. Sólo son la materia prima de la información.
La información consiste, como decía Drucker, en “datos con relevancia y propósito”. No todos los datos son, ni mucho menos, relevantes. Algunos (o muchos) no añaden nada a la evaluación. En un mundo de Big Data se habla de “overdatification” cuando el exceso empieza a convertirse en un problema. En la evaluación puede aplicarse perfectamente el concepto de “datos oscuros”, o “datos ROT” (redundantes, obsoletos o triviales) para gran parte de la data acumulada en estos procesos.
La misión del evaluador no es acumular datos, sino centrarse en aquellos que son más relevantes a la hora de predecir el rendimiento, como son las competencias y conductas asociados (las competencias realmente críticas, claro está). Esa es realmente la información que permite tomar decisiones. Lo demás, sobra.